Las catástrofes naturales, como la reciente DANA que azotó a Valencia, no sólo dejan un rastro de destrucción física; también pueden abrir una herida en nuestro interior. Para muchos de nosotros, estos eventos son un recordatorio del poder de la naturaleza, algo que puede resultar abrumador y llevarnos a experimentar emociones intensas, como el miedo, la tristeza e incluso la rabia. Pero, ¿por qué a veces una situación se convierte en un trauma y otras no? Y, lo más importante, ¿Cómo podemos canalizar estas emociones hacia una recuperación y fortalecimiento positivo, no solo para nosotros mismos, sino también para nuestros hijos?
¿Por qué una situación se convierte en trauma?
El trauma surge cuando una experiencia sobrepasa nuestra capacidad de respuesta. Una tormenta, una inundación, o cualquier otra catástrofe puede provocar un shock inicial; sin embargo, si contamos con apoyo emocional y una red de contención, el impacto es menor. En cambio, si afrontamos estas situaciones solos o nos sentimos incomprendidos, el dolor y el miedo pueden quedarse, dejando una huella más profunda.
Aquí es donde el acompañamiento emocional se convierte en una herramienta esencial. Cuando compartimos la experiencia con otros, encontramos refugio en su empatía, y nuestro cerebro procesa mejor la experiencia, disminuyendo el riesgo de trauma. Es como un bálsamo que nos ayuda a metabolizar lo vivido. Recordemos que el trauma no es sólo lo que ocurrió, sino también la experiencia de no haber podido compartirlo y sentirnos comprendidos.
La resiliencia en las situaciones difíciles: el poder de levantarse juntos.
La resiliencia es la capacidad de superar y adaptarse a situaciones adversas. Es la fortaleza que nos permite seguir adelante a pesar de los desafíos. Pero no se trata de algo innato; la resiliencia se cultiva y se alimenta con el apoyo de otros y con la práctica de valores que promuevan la conexión y el cuidado. Al vernos enfrentados a situaciones límite, descubrimos habilidades que no sabíamos que teníamos y construimos nuevos recursos emocionales que se vuelven herramientas para toda la vida.
Nuestros hijos también pueden ser partícipes de esta fortaleza. Hablar con ellos sobre las emociones que surgen y sobre cómo nosotros, como adultos, también necesitamos ayuda para procesarlas, les enseña a normalizar sus propias reacciones. En este sentido, compartir cómo hemos encontrado apoyo o cómo hemos ayudado a otros en estos momentos difíciles puede ser un ejemplo inspirador para ellos.
La rabia como canal de expresión: una oportunidad para el cambio.
Entre las emociones que suelen surgir en momentos de crisis, la rabia es una de las más comunes. Es una reacción natural ante la frustración o el sentimiento de impotencia que surge cuando algo se nos escapa de las manos. Pero, ¿Qué hacemos con esta rabia? A menudo, la rabia se entiende como algo negativo, algo que deberíamos evitar. Sin embargo, como bien explica Marshall Rosenberg en su teoría de la Comunicación No Violenta, la rabia es, en realidad, un mensajero: nos avisa de que algo no está bien, de que algo importante para nosotros se ha visto afectado.
La clave está en no rechazar la rabia, sino en escuchar lo que nos quiere decir. En lugar de enfocarnos en la catástrofe o en las dificultades que vivimos, podemos canalizar esta rabia hacia acciones que promuevan el bienestar, tanto nuestro como de quienes nos rodean. La pregunta entonces se transforma de «¿por qué pasó esto?» a «¿cómo puedo contribuir a mejorar la situación?».
Transformar la rabia en cooperación y apoyo mutuo.
Si convertimos la rabia en una fuerza constructiva, podemos encontrar nuevas formas de colaborar y apoyarnos. En situaciones como la DANA, he podido ver cómo los vecinos se unían, cómo las personas se organizaban para ayudar a quienes habían sufrido pérdidas. Esta es una forma de canalizar la energía de la rabia hacia acciones positivas que, además de ayudarnos a procesar el dolor, fomentan valores prosociales como la solidaridad y la empatía.
Como voluntaria en el ámbito psicológico, he tenido la oportunidad de ofrecer apoyo a quienes han pasado por momentos muy difíciles. A veces, una simple conversación, un abrazo, o una escucha activa pueden marcar la diferencia en el proceso de sanación de una persona. Saber que no estamos solos y que podemos contar con los demás es un pilar fundamental para la resiliencia.
Fomentar valores prosociales en tiempos de crisis.
Las crisis nos brindan la oportunidad de cultivar valores que, en el día a día, quizás pasan desapercibidos. El ayudar a otros, el colaborar en un bien común, o incluso el simplemente acompañar, nos permite conectar de una forma más profunda con los demás. Esta conexión, además de ser un acto de amor hacia los otros, es también una forma de sanar y de fortalecer nuestro sentido de pertenencia.
Enseñar estos valores a nuestros hijos es uno de los regalos más grandes que podemos darles. Al mostrarles cómo ayudamos, cómo nos solidarizamos y cómo colaboramos, les estamos transmitiendo un modelo de convivencia y de humanidad que les será útil toda la vida.
Cerrando el círculo: la importancia de un acompañamiento empático.
La experiencia de vivir una catástrofe natural no sólo deja huellas materiales. Las cicatrices emocionales pueden ser profundas, pero si logramos canalizar nuestras emociones hacia la colaboración y el apoyo mutuo, podemos salir fortalecidos. En mi espacio de terapia, creo profundamente en la capacidad de cada persona para sanar y encontrar su fortaleza interna. Mi objetivo es acompañar a quienes buscan un espacio seguro para comprender y procesar estas emociones y para construir un camino de resiliencia y sanación.
Recordemos que, al transformar nuestra rabia en cooperación y nuestro dolor en fortaleza, no sólo nos estamos ayudando a nosotros mismos, sino que estamos sembrando valores y enseñanzas que, sin duda, serán el legado de un mundo más humano para nuestros hijos.
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